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Mamá Irvinia y sus Gallos Azules

Cada mañana Mamá Irvinia se levanta temprano con el canto de los gallos que se postran reverberando sobre los techos de su casa, se arregla frente a un espejo fragmentado y se dirige al pórtico a desayunar. Sus tres hijas repiten la acción y pasan a acompañar a su madre, sentadas en la entrada, durante todo el día. Miran a la gente pasar y esperan que algún buen mozo salude y se digne ser pretendiente, pero los cuatro gallos azules sobre el alto techo a dos aguas jamás abandonan sus lugares.

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Mamá Irvinia, mujer resplandeciente en belleza, dio su mano a un joven que cayó presa de su gracia y que juró amarla y protegerla por siempre. Aquel joven amaba incandescentemente a Irvinia y no tardó mucho para que la desposara y la llevara a vivir consigo.

Como es costumbre, cuando los enamorados deciden consolidar su amor, la gente les regala huevos y semillas para la prosperidad. Generalmente estos presentes se entregan al final de la celebración —cuando ya los novios se han dado el beso de agua— en una canastita de paja, más similar a una maseta, donde un huevo corona todo el molde lleno de maíz, trigo o cebada.

Previamente al acto de matrimonio los novios toman un polluelo y lo engordan juntos hasta que este está listo para la celebración. Es entonces cuando los cónyuges se disponen frente al Centro Cívico en presencia de los Señores y los habitantes del pueblo y realizan las tres partes de la tradición: En primer lugar se arrodillan y ensucian sus manos en la tierra para luego besárselas y, poniéndose de pie, se toman de ellas y se dan un beso en los labios por primera vez (lo que se conoce como el beso de polvo), a lo que los presentes golpean con su puño derecho su palma izquierda; en segundo lugar degüellan entre ambos al animal (que será su primer alimento en unión) y a continuación cada uno besa sus manos ensangrentadas, se toman de ellas y luego se besan por segunda vez en los labios en lo que se conoce como el beso de sangre; a esto los presentes responden golpeando su palma izquierda con el costado de la otra mano, como si fuera un corte brusco; por último se lavan en una fuente, se besan nuevamente las manos ahora mojadas y limpias y se dan el tercer y último beso en los labios, el beso de agua, el cual es respondido por los presentes en un gesto como si se sacudieran de una sola vez la palma izquierda con la derecha.

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Luego de años de matrimonio, Mamá Irvinia maldice la hora en que se unió con ese hombre. No ya entonces por ella misma, sino por sus tres hijas agazapadas en su regazo que tiemblan en un llanto ahogado de temor dentro del baño de la casa.

Mientras los gritos del hombre al que había amado estremecen la puerta en unisonancia con la violencia de un hacha febril, a Mamá Irvinia le vienen al recuerdo las imágenes de aquella vieja desconocida que se le acercó al final de todos para regalarle un huevo azul.

«Te ayudará mucho» le había dicho, pero en ese entonces Irvinia no comprendió el sentido que ahora se le presenta. Guardó aquel huevo junto con los demás y partió a su noche de boda con la ilusión del amor infinito.

Mucho tiempo después, mientras cocinaba, encontró el huevo azul que creyó perdido tras su desinterés en el mismo porque era imposible de romper. Al tomarlo para confirmar su resistencia tuvo la misteriosa premonición de que había aparecido a voluntad propia a causa de un destino que debía cumplirse en ese preciso instante. Le invadió un frío nunca antes sentido y súbitamente la puerta de casa se abrió con un impacto. El corazón se le adelantó a la sorpresa y las lágrimas al dolor de los golpes que le propinaron las manos repentinas que hasta entonces la habían acariciado. El castigo terminó recién con la inconsciencia de ella dando paso al portazo de escape y abandono por parte de su marido.

Tendida en el suelo a voluntad de la violencia de los indescifrables celos exagerados, Irvinia lloró la miseria de su hombre. Cuando se sobrepuso, en esa soledad lacerante que sólo conoce el herido, todavía sostenía el huevo azul entre sus impotentes manos. Lo miró detenidamente y una lágrima maculada con rojo cayó encima de él. Sintió entonces una pequeña agitación entre los dedos que no era el rescoldo del miedo. Por la impresión, Irvinia dejó caer el huevo maravillada de que aquella forma impenetrable se resquebrajara después de tantos años. A los segundos un polluelo gallardo y celeste se irguió sobre las cáscaras.

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La puerta vuelve a estremecerse por un nuevo golpe. Sus tres hijas gritan, se ahogan con el llanto. Mamá Irvinia recuerda que aquel día en que fue golpeada por primera vez, además del nacimiento del polluelo, había descubierto que estaba embarazada. Entre los golpes había intentado decírselo a su marido para que se detuviera, pero este, viendo su violencia impedida, terminó por desmayarla para al fin abandonarla.

En todos esos meses Irvinia hizo lo imposible por lograr mantenerse. La panza le crecía cada día más de lo normal y le impedía, ya en los últimos tiempos, moverse y sustentarse por sí misma. Paralelo a esto el polluelo se desarrolló hasta transformarse en un gallo resplandeciente y temerario que no se alejaba de ella más allá de lo que su vista le permitiera. Asombrosamente el animal la ayudaba: corría los obstáculos que ella no presenciaba; mantenía víboras, escorpiones y alimañas lejos de la casa y recolectaba el alimento necesario para cada jornada, el cual conseguía y traía de forma inexplicable. En los últimos días, cuando ya Irvinia no podía levantarse de su cama, siempre encontraba a su costado una fuente con agua, pan y alguna que otra fruta.

La noche en que dio a luz (sola y con un terror sobresaliente), creyó sentir unas plumas y unas alas moverse entre sus piernas. Por la desesperación de que no era solamente un hijo el que llevaba en su vientre y porque perdió la conciencia luego de parir, no reparó en ello hasta el día siguiente cuando, a su costado, limpias, alimentadas y cortados los cordones, halló a sus tres hijas. Miró a los pies del colchón y no vio ni una mancha de sangre, incluso sus ropas y sábanas habían sido cambiadas. Advirtió entonces que el gallo se encontraba inmóvil y altivo aferrado en el borde de la cama. Lo miró con una especie de respeto y agradecimiento.

Más tarde, cuando amamantaba a sus tres hijas, notó que el gallo no se encontraba cerca y le invadió un vacío angustiante. Lo buscó y buscó con la mirada al principio y luego por toda la casa, pero nada. Casi a la hora de la medianoche, temiendo que le hubiera sucedido algo, pero aún más asustada por lo que pudiera pasarle si no lo tenía cerca, un plumaje azul brillante apareció por la ventana. Le pareció que el ave había crecido y por un instante sospechó, hasta que al fin, al ver la cresta azulada y las patas celestes disipó sus dudas. Ya en su tranquilidad advirtió en el pico turquesa el entramado seco como una bola de ramas y pasto que el animal traía; un estepicursor compactado. Las alas se agitaron para subir a la mesa y depositar sobre la madera el objeto, empujándolo con el pico en señal de que lo tomara. Irvinia se acercó hasta el borde y, desmenuzando con sus manos la entramada de lo que comprendió que era un nido, descubrió para su asombro tres nuevos huevos azules idénticos al primero. Los sujetó celosamente y los escondió con cuidado en el cobertizo temiendo perderlos o que alguien los encontrara.

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El dintel de la puerta comienza a zafarse de la pared. El polvo cae ante la amenaza del esposo y padre. Mamá Irvinia mira a sus hijas aterradas y es entonces —cuando reconoce en sus mejillas las marcas del abuso —que rememora con desprecio la noche en que él volvió.

Habían pasado ya un par de años y las niñas jugaban al declive de la tarde en el patio, cerca del cobertizo. El gallo estaba con ella en la cocina. De un momento a otro el animal comenzó a encrespar sus alas y a erizar todas sus plumas. Mamá Irvinia quedó perpleja. Tembló y anudó su garganta en un llanto mudo y violento. Entendía, una vez más, que había llegado el momento. El aire se agitó y las risas de las niñas se convirtieron en gritos desesperados. Mamá Irvinia corrió hacia afuera. Él había vuelto. Se encontraba golpeando las puertas del cobertizo donde sus hijas se habían escondido. Quiso apartarlo de ahí pero un golpe la derribó. Antes de ponerse de nuevo en pie, el gallo rebanó el aire y se precipitó sobre el rostro del aborrecido. Lo cortó y lastimó hasta que este no pudo más y se alejó corriendo del lugar. En posición ofensiva y con las alas extendidas, el gallo remontó al lado de Mamá Irvinia. Cuando ella abrió el cobertizo para abrazar a sus espantadas hijas, vio los cortes y los golpes en sus rostros acurrucados en un rincón. Luego, con asombro vio que cada una tenía un polluelo entre las manos y, en el suelo, se hallaban las cáscaras azules resquebrajadas. El padre no apareció desde entonces.

Muchos años pasaron sin la noticia y el temor hasta aquel día en que Mamá Irvinia, agazapada con sus hijas en el baño, maldice el día en que se unió a aquel hombre. El terror las agita cada vez más. Resuena un grito barbárico y el hacha abre entonces una brecha en la madera de la puerta. Gritan desaforadamente. El hombre toma distancia y se dispone a dar el golpe final. La puerta cede con marco y todo. Las paredes sueltan el polvo del miedo. El foco del baño estalla ante los gritos unísonos del terror y la violencia dejando una explosión roja en la pared y en oscuridad la escena.

Mamá Irvinia y sus tres hijas creyeron oír el aleteo mortal de cuatro pares de alas en la sombra antes de perder la conciencia. Cuando despertaron hallaron la puerta tumbada, el espejo fragmentado con hilos de sangre (sangre que también se imponía en unas gotas violentas hacia un destino incierto) y a los cuatro gallos soberbios ofreciéndoles un desayuno de carne. Cuando Mamá Irvinia vio a los animales se apaciguó inmediatamente y recuperó la templanza de los días en que la amenaza de su esposo no existía. Recordó a aquella vieja que esperó hasta el último para darle su presente y le agradeció. Luego levantó a sus hijas perplejas, las limpió, abrazó y se arregló frente al espejo. Ellas comprendieron interiormente los hechos y se dispusieron a imitarla. Desde entonces todas las mañanas hacen lo mismo y se dirigen al pórtico a desayunar aquella carne que los gallos le sirven y que pareciera que no se acabará jamás. Miran a la gente pasar. Los hombres y posibles pretendientes flaquean sus miradas. Nadie se atreve siquiera a espiar su belleza: los cuatro gallos sobre el alto techo a dos aguas jamás abandonan sus lugares.