Sitio Lufso

El Maestro y la Guillotina

FIN DE LAS VACACIONES

Cuando los primeros alumnos del pueblo se dieron con la noticia de que se había creado una escuela, la palabra maestro era en sus mentes —sin ellos saberlo— sinónimo de ejemplo y obediencia. Cualquier persona que se les impusiera y les diera herramientas, tanto verbales como en acciones, se convertía en una imagen a seguir e imitar fervorosamente, pero… lamentablemente nadie nunca enseñó o explicó el sentido y la diferencia entre lo figurado y lo literal.

COMIENZO DE CLASES

La campana del primer día sonó y en aquel edificio de apenas tres aulas se habían distribuído todos los estudiantes. De 15 a 20 años en la primera división; de 10 a 15 en la segunda y los menores a 10 años en la tercera. Ésta última constaba con una lista de doce alumnos (ocho varones y cuatro mujeres) de los cuales la mayoría tenía entre cinco y seis años, salvo un niño de siete que sobresalía del grupo por ser el más alto y robusto.

El maestro designado entró, saludó y cuando vio que los niños se ponían de pie y lo recibían con todo el respeto y la afiebrada obediencia, empezó a sentir en ese mismo instante que algo le nacía dentro de su pecho. Los hizo sentarse y comenzó el desarrollo de la primera jornada. A cada palabra que pronunciaba advertía la sinceridad y la vertiginosa sumisión con que lo seguían y lo escuchaban. No hubo desde entonces cosa que él dijera que los niños se olvidaran ni tampoco tarea que no fuera hecha.

Una gran mano fue creciendo bajo el pecho del maestro a medida que los días avanzaron. Esto lo llevó a incursionar en nuevas formas de enseñanza y, sin ningún reproche por parte de sus alumnos, distorsionó la información, cambiando los contenidos establecidos por los contenidos con los que él disfrutaba provocando así que la mano bajo su pecho comenzara a extenderse y sus dedos a afilarse entre todos sus órganos.

EL APOGEO DE LA ENSEÑANZA

Ya nadie lo podía detener. Se había convertido en el amo y señor de su aula. Sus alumnos eran vasallos de su voluntad. Cualquier orden o palabra que pronunciaba se convertía en una ejecución perfecta. Los niños podrían haber robado de su propio hogar algún objeto de valor y habérselos llevado ante él, si tan sólo la tarea para la casa hubiera sido esa (y posteriormente lo fue). Había sido desde siempre una persona sin renombre y, ahora que había conseguido ser un maestro y que alguien —por más que fueran niños— lo respetaran, una gloria vana por medio la ingenuidad de sus alumnos le trastornó su interior.

Sacó provecho de todas las formas que pudo. Primero hizo que le entregaran ofrendas materiales por la transmisión de su servicio y luego, poco a poco, trasladó sus preceptos de maestro magnífico fuera de clases. Hizo que los niños se turnaran y le sirvieran como esclavos gustosos de honrar a su mentor y —con una voracidad con que sólo una mente pobre podía llegar a sentir regocijo en tal hecho— creó un “curso de apoyo escolar”, donde, en realidad, los niños asistían para arrodillarse ante el improvisado asiento precario de su maestro y ofrendarle riquezas y alimentos a cambio de alguna —embustera y obsoleta— enseñanza nueva y útil para sus vidas, prosternando a todos sus ingenuos fieles a sus pies por absurdos conocimientos.

EL AFIANZAMIENTO DEL SABER

El año comenzó a llegar a su término y los días de clases iban en cuenta regresiva. En un par de semanas llegarían las vacaciones y al siguiente año muchos de sus alumnos-discípulos pasarían a manos de algún otro maestro nuevo que se designara hipotéticamente. Pero lo que más le preocupó era que sus preceptos no se cumplieran debido a que no había excusa lectiva para ello o que se descubrieran sus falacias.

Entonces ya en el último día llevó a sus alumnos a las afueras del pueblo en una excursión educativa. Al llegar entre la maleza a un claro polvoroso con el allanamiento mental de una charla histórica, el maestro se paró sobre una roca enorme y, haciendo que se sentaran a sus pies, les habló como un iluminado:

—Están aquí porque son dignos de toda la sabiduría que pueda existir. Nadie en todo este lugar y en el exterior, si es que existe, posee más conocimientos que el de su maestro. Pero el hombre, como saben, es codicioso y más aún los de nuestra raza, por eso les pido que no compartan ni lo vivido ni lo escuchado. Yo soy la sabiduría, yo soy el conocimiento, yo llevo en mí las respuestas a todas las cosas. No tengan miedo, no los abandonaré a menos que ustedes lo hagan primero. Voy a estar para ustedes en cualquier horario en la totalidad de los días. Acérquense a mi hogar, yo otorgaré a cada uno un conocimiento el doble de importante que la ofrenda recibida. Pero guardar silencio y ser cautos, que han sido elegidos y nadie los comprenderán, y los acusarán y la envidia crecerá contra su maestro y lo condenarán.

El maestro entonces hizo una pausa para contemplar cómo sus palabras generaban esa admiración propia del miedo.

—¿Ven aquel objeto? —continuó señalando a su derecha una guillotina que tenía el aspecto de estar hacía mucho tiempo en ese lugar a la intemperie— ¿Ven aquel objeto? Eso es una guillotina; es un instrumento de ejecución. En algunas culturas, un miembro del pueblo era entregado a ella para ofrendar su espíritu a los dioses, y la única forma de liberar aquel espíritu era la decapitación; pero aquí, aquí es usado para decapitar a aquellos que se rebelan. Apoyando el cuello del acusado entre las maderas se deja caer el filo que lo rebanará y así, de este modo, se separa aquello que tiene el poder y la información de lo que lo soporta. Eso, eso será usado en contra mía o, mucho peor, en contra de ustedes si revelan nuestros actos. No tengan miedo, nada va a pasarles siempre y cuando mantengan silencio.

Los alumnos-discípulos, obnubilados por aquellas palabras, volvieron a su hogar y, ya habiendo llegado las vacaciones continuaron yendo con ofrendas a la casa de su maestro quien, regocijándose en el perfecto avance de su artimaña, hizo que aquella garra que tenía debajo del pecho se le estrujara aún más y retorciera su interior consumido. Tanto así, que prohibió de forma táctica que los alumnos se acercaran hasta él y recibieran conocimiento a partir de ofrendas sencillas; debían ser todas cada vez más exuberantes, porque claro, el camino de la sabiduría no podía ni debía de ser mediocre.

EL AFÁN DEL FIN DE LAS VACACIONES

Llegado un punto los niños no tuvieron cómo conseguir ofrendas significativas para que su maestro los aceptara y, no pudiendo hablar de ello con nadie, comenzaron a desesperar por conocimientos. Se volvían locos, no tenían cómo conseguir una mínima palabra nueva, alguna definición, un procedimiento, una respuesta. Desesperaban del hambre de aprender y se reunían a escondidas para compartir palabras y la escasa información que lograban rejuntar. Hasta que una noche ocurrió que ya nadie tenía ni una palabra nueva para pronunciar. Miraron hacia la derecha y divisaron aquel instrumento del que les había hablado su maestro el último día de clases. Guardaron silencio y la astucia de su mentor se encendió.

Horas después, durante la oscuridad más cerrada, se aparecieron en la casa del maestro mientras este dormía, se ubicaron alrededor de su cama y con un fuerte golpe en la cabeza lo inmovilizaron. El más grande de ellos, aquel que tenía ocho años, con gran facilidad lo arrastró fuera de la cama para amordazarlo y, futuramente, fuera de la casa hasta el lugar del conocimiento.

Cuando el maestro recuperó la conciencia advirtió que se encontraba boca abajo. Al recuperar la visión pudo ver el suelo polvoroso iluminado por las finas pantallas de la luz de una fogata. Quiso hablar pero un trapo le cubría la boca. Vio los pies de sus fieles quienes lo hicieron girar de cuerpo entero. Al quedar boca arriba divisó el filo latente oscilando bajo la noche. Comenzó a llorar. Una de las niñas al ver esto se apresuró con entusiasmo a su rostro y le lamió sus lágrimas. Tras saborear la sal de la desesperación se decepcionó:

—No tienen sabor a inteligencia— dijo mirando a los otros niños— tenemos que hacerlo.

Entre los retorcijones y los gemidos apagados el gran maestro contempló cómo sus enseñanzas aún continuaban haciendo efecto. Recordó la ofrenda de entregar el espíritu y recordó, también, que nunca les enseñó a los niños el sentido de lo literal y lo figurado. Si lo hubiera hecho ellos no estarían seguros de que la sabiduría estaba dentro de él y no… ¡shhhhhak!

—¡Rápido, busquen!— dijo uno, el más pequeño.

La sangre, a la velocidad de una caricia, humedeció la tierra del claro como una mano de mil dedos acentuando su color por la pequeña fogata. Los doce niños estaban todos a cuatro patas tanteando el suelo empapado, buscando y buscando desenfrenadamente.

—¡El cuerpo! ¡La cabeza!— dijo la niña más pequeña y se dieron a la tarea.

Separando las partes y desnudando los huesos, los niños continuaban buscando cada vez con más fervor un conocimiento, una definición, una respuesta. Después de mucho tiempo, cubiertos de la lámina seca y coagulada y el olor metálico mezclado a cenizas, mermaron la consigna.

—¿Encontraron algo?— preguntó uno de los varones.
—Nada— contestó el resto.
—Vamos a casa, el maestro literalmente está vacío.