La claridad de la siesta la consuma
en su total artificio de abejas y cinceles,
eléctrica, suave, en el centro del día
que en sus cabellos se entrega.
Callada bajo el silencio de los árboles,
apoderada de la energía de las flores
que en su cuerpo el perfume propaga,
sube hasta mi boca un grito de ofrenda
y en él se adjuntan mis cosas más lejanas.
La noche se acerca trizando puentes
y las sombras ahuyentan sus pisadas.
Mujer, alimento de mis horas malsanas,
mínimo astro en la nada de mi alma,
te huyes de mis voces que esperan consteladas
la fuerza necesaria de amarte despojadas
de todo verbo, de todo límite, de toda mirada,
con el conjunto de felicidades y dolores
que causas en mi cuerpo hostigado
de gritar la ofrenda a la estatua de tu calma.