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La Tragedia de Virgilio

Todos saben la historia de Virgilio y el Zorro (Con nombrar la palabra zorro ya nos estamos dando cuenta que algo de gran importancia se impone en el relato), o la historia de Virgilio y Luján —como más guste— pero por si nunca lo has escuchado, vale la pena, o quizás no, contarlo de nuevo.

*

Todos sabemos cómo era Virgilio: un joven de veintitantos años, robusto, alto, de rasgos duros (como su corazón) y cabellos oscuros y secos que parecían resistirse al crecimiento; tenía las manos ásperas, los pies siempre descalzos y usaba ropas gastadas; pero lo más relevante era que tenía unos ojos opacos y una mirada tan cenicienta que se adivinaba el color carbónico de su sangre. Sabemos que era así y que andaba siempre por los pastizales, deambulando solo. Pero lo que no sabemos era de dónde venía, dónde vivía y por qué estaba en aquella situación.

Virgilio nunca se alejó del pueblo y tampoco nunca se arrimó a él. Le fascinaba rondar por los perímetros externos entre los campos de trigo, o bien, cerca del río donde la vegetación crece misteriosamente de un modo agresivo. Nunca se atrevía a hacer contacto; guardaba una ira y una fuerza tan temerarias que producía un miedo y un rechazo sobrehumano, por el cuál nadie nunca se atrevió ni siquiera a mirarlo. Sólo se sabe su nombre por los gritos brutales que daba pronunciándolo si alguien estaba cercano a su vista. Aquellos alaridos de intimidación que surgían de su alma incinerada escondían a su vez una cierta tristeza y una cierta debilidad que ni él conocía. Guardaba odio y rencor por cosas que nunca se supieron, y era común que por donde pasaba, todo aquello que tenía dentro lo obligara a cometer actos dañinos, terribles y, a veces, hasta crueles. Pero eso fue hasta este párrafo.

Un día por la tarde Virgilio caminaba por los pastizales cerca del gran viejo molino. Iba arrancando ramas con sus manos toscas mientras que gruñía largamente. Todo se veía gris y oscuro desde sus ojos: el cielo parecía una capa de cenizas y el sol una simple mancha pálida; los pastos eran como láminas de piedra flameante y el molino se veía como un pedazo de carbón empolvado; todo era negro y gris, nada más, y no está de sobra decir que para él siempre fue así.

Mientras bordeaba el molino se topó con una máquina extraña a su paso: era como una gran caja de metal. Dentro de ella se esgrimían una serie de cuchillas afiladas, capaces de destruir y licuar hasta la roca. La observó y analizó hasta que encontró la forma de hacerla funcionar… y funcionaba bien para desgracia. La dejó por entonces y siguió su camino hasta el río pensando en las cosas que podría llegar a hacer con tal descubrimiento.
Ya en la orilla se inclinó y se mojó con ese líquido plateado que fluía entre las piedras. Estuvo tan atrapado en sus pensamientos que no notó al zorro que se encontraba justo a su lado. Cuando se dio cuenta hizo una pequeña mueca de sorpresa y nada más. El zorro estaba tumbado al borde del agua, herido, con el hocico salivando sangre, respirando apenas y mostrando al tacto la mayor parte de sus huesos. Era de esos zorros de pelaje anaranjado y pardo, orejas puntiagudas y carácter salvaje; sin embargo, a la mirada de Virgilio todo era gris y la sangre, una mancha negra que se mezclaba con lo plata del río.

No supo qué hacer: su maldad le impedía ayudarlo y sabía que eso estaba mal, por lo que se puso de pie y comenzó a dar vueltas en círculos mientras su espíritu luchaba contra su cabeza entre ayudar o no a la pobre bestia moribunda. Tanto tiempo pasó así que al final el zorro dio un último aullido y cayó muerto. En ese momento Virgilio tembló por primera vez en su vida: el aullido que había escuchado

lo desgarró de su pensamiento y fue tan fuerte y doloroso que pudo contra su espíritu ígneo. Luego de eso volvió en sí y, de una manera mecánica, alzó al animal y comenzó a caminar erradamente.

No podía abandonarlo ahí; nadie debía enterarse que había omitido ayuda al zorro y permitido que muriera. Caminó con la criatura entre sus brazos hacia el molino y cuando lo estuvo bordeando vio la máquina a su costado. Se frenó y no pensó: directamente giró sus pasos, lanzó el cadáver dentro y la encendió. A los pocos segundos de crujir y salpicar sangre por todos lados no quedó nada sólido allí dentro. Se vio deteniendo la máquina y observándose las manchas oscuras sobre su cuerpo y su ropa.

Tuvo que correr porque ya se le venían encima. Todo el pueblo había alcanzado a oír el último aullido del zorro, en especial el Señor de Negro y el Señor de Marrón, quienes se encargan de las leyes y la justicia en el lugar, y al momento de los hechos salieron inmediatamente en busca del animal, mientras que la gente se escondió en sus casas, llena de pánico y tristeza por aquella muerte, guardando luto y silencio como correspondía.

Cuando los Señores llegaron a las orillas del río se conmocionaron al ver la sangre y comenzaron a seguir el rastro de gotas que

se abría paso hacia el molino. Ya bajo las aspas toscas no pudieron contenerse de desprecio y tristeza cuando observaron la máquina llena de lo que había sido un zorro. Se taparon los oídos —como es la costumbre— e invocaron la sentencia contra un asesino de lo sagrado dando comienzo a la búsqueda del mismo inmediatamente.

La ley indica que cualquiera que asesine a un ser sagrado (en este caso zorro) debe recibir la pena de muerte igualitaria, en concordancia con el medio y móvil que haya utilizado el ejecutor.

¡Qué destino tan macabro se imponía ahora en la vida de Virgilio!

El Señor de Negro y el de Marrón desde entonces no abandonaron un sólo momento la búsqueda y volvieron todos los días a la misma hora al lugar de los hechos, porque se sabe que cualquiera que comete un crimen regresa por una imposición invisible a la escena. Pero Virgilio no había sido el total culpable y se encontraba ya muy lejos río abajo, escapando de la justicia.

*

Tres días después de lo sucedido el Señor de Negro y el de Marrón se pusieron las botas de caza y salieron a la búsqueda implacable del asesino siguiendo las gotas de sangre y los rastros entre los pastizales del lado occidental del cauce. Mientras estos dos habían recién comenzado el trayecto que había hecho Virgilio, este les llevaba días de distancia hallándose en una zona horrible, lejos, muy lejos de los límites del pueblo donde el río se amplía y disminuye en velocidad formando una larga, lúgubre y pestilente ciénaga. Allí, prófugo y desgraciado, le ocurrió entonces el hecho más importante de toda su miserable vida.

Aquella misma noche, mientras se recostaba entre un montón de rocas que sobresalían del barro, se le apareció una hermosa y misteriosa mujer que fue acercándose sin temor hacia donde él estaba. Destellaba en la oscuridad como salida del mismo reflejo de las estrellas y vestía un largo vestido elegante de esos antiguos. El impacto fue inminente, no tanto porque la presencia se dirigiera hacia él, sino porque por primera vez en su vida presenció en su mirada un color: su cabello era anaranjado y largo y se derramaba suavemente por los costados del rostro hasta por debajo de los hombros. Su aspecto era el más sereno y dulce que jamás había visto por lo cual no pudo desprender todo su odio al verla de pie y a color frente a él: lo miraba de una manera tan delicada y serena sin temerle que fue un gran golpe para su razón. El odio que le surgía y que contenía ante aquella imagen tan bella hizo que se desmayara. En consecuencia cayó entre las piedras de una manera extraña, como si todos sus músculos, tensiones y maldades se desataran de golpe. Tendido allí se sumergió por primera vez en todos los años de su existencia en un sueño apacible y cómodo.

Soñaba que sonreía y que charlaba con la gente, que vestía bien y que todos lo admiraban. Se sentía a gusto con las personas y sus manos eran suaves y se apretaban con otras. Se veía caminando por el pueblo como un general o un capitán de alto rango, y todo era por ella: la mujer que iba a su lado, la misma que se le presentó en el río y que en sus sueños era su esposa. Se veía caminando con ella del brazo y escuchaba a todos gritar: ¡Viva el capitán Virgilio y su mujer Luján! Pero todo aquello era un sueño y pronto despertó de un salto gritando ¡Luján!

Había dormido demasiado tiempo; el sol casi llegaba a su apogeo en lo alto. Al instante comenzó a buscarla y a dar vueltas por el río pantanoso, hundiéndose en la peste al grito incesante y repetido de ¡Luján! por aquí, ¡Luján! por allá. Daba vueltas y sonreía, no podía creer lo extraño que se sentía. Sin embargo ella no apareció por ningún lado. Cuando por fin se sentó y meditó en su amargura por no encontrarla, advirtió que el cielo era celeste y los pastos verdes y amarillos; el agua reflejaba un color cristalino y podía ver hasta el horizonte con colores. Se sorprendió, se excitó y comenzó a rebalsar de eso que nunca había sentido, que era felicidad. Descubrió que amaba a aquella mujer y que era por ella que su mundo había dejado de ser acromático. Se incorporó de nuevo y decidió que iría en su búsqueda; se sacudió las costras de fango y detrás de su inútil acción advirtió que sus manos, brazos y ropa estaban cubiertos de un color rojo oscuro. No tardó en asimilarlo con aquellas manchas negras que le había dejado el zorro días atrás y tembló. Recordó que escapaba y que lo perseguían. Un miedo desgraciado le invadió el corazón que ahora latía con color. Lloró. Y en el mismo momento en que se arrepentía de todos sus actos se le apareció ella corriendo por el lado oriental de la ciénaga, río arriba y perdiéndose entre los pastizales. Se incorporó esperanzado y velozmente se abalanzó en su búsqueda gritándole ¡Luján! una y otra vez.

Mientras corría por los pastizales todo se fue llenando excesivamente de colores, de muchos colores: el cielo se movía con manchas diversas y los pastos eran verdes, amarillos, rojos y azules, todos cada vez más brillantes a medida que ella aparecía ante su vista a lo lejos, delante de él. Pero durante mucho tiempo Virgilio había estado sumergido en lo acromático y su sangre era terriblemente oscura, tanto que ahora el nuevo corazón que latía con color había comenzado a bombear la desacostumbrada sangre roja tortuosamente.

De golpe, y como un rayo, Virgilio cayó al suelo de un espasmo fulminante de dolor y empezó a contraerse. Seguidamente un súbito vómito lo obligó a expeler toda aquella sangre oscura que tenía dentro. Era lógico: debía expulsar lo malo para que lo bueno ocupara su lugar.

Así sucedió durante todo el camino: cada vez que se levantaba corría unos cuántos metros y caía de golpe a vomitar más sangre negra maculada. Se sentía a cada tramo más débil y liviano, pero igual continuó corriendo y corriendo tras ella, quien cada vez que él caía, se detenía a lo lejos, lo miraba y esperaba que se pusiera de pie para volver a alejarse.

Mientras tanto allá en la ciénaga, el Señor de Negro y el de Marrón ya habían adelantado demasiado su búsqueda en el tiempo en que Virgilio se había quedado dormido, y pronto estuvieron a la caza de él por el lado oriental. Tan cerca estaban, que podían oír sus gritos llamando a una tal Luján. Apresuraron la marcha. Tenían que hacer cumplir la ley: el asesino debía morir de la misma forma en que había ejecutado a su víctima.

¡Qué destino tan macabro se imponía en la vida de Virgilio, que ahora corría flaco y famélico tras su felicidad!

Había llegado demasiado lejos y la tarde se cernía sobre él. La vio cruzar el río y la siguió como pudo, pero cayó inútilmente al llegar a la orilla opuesta. Ya no podía continuar. Su cuerpo se tendía al borde del agua y de su boca babeaba sangre, respiraba apenas y mostraba al tacto la mayor parte de sus huesos.

Cuando por fin pudo levantar la cabeza advirtió que el Señor de Negro y el Señor de Marrón estaban parados a su lado y lo veían morir. Aún le quedaba una pequeña voluntad con la que entornó la cabeza levemente y pudo ver las aspas toscas del molino que ahora tenían un color diferente cada una y, bajo ellas y por última vez, a su mujer de cabellos anaranjados que vestía un largo vestido elegante de todos los colores que existen, de esos antiguos.

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Todos saben la historia de Virgilio y Luján. Lo que no se sabe con certeza es si de verdad ella existió, de dónde había venido, dónde vivía y por qué estaba en aquella situación. Lo único que sabemos es que se llamaba Luján, porque en los segundos finales de su vida, Virgilio lanzó un último grito con su nombre y cayó muerto. Fue tan fuerte aquel grito que la gente se escondió en sus casas, llena de pánico y tristeza por su muerte, guardando luto y silencio como correspondía. Los únicos que se encontraban afuera eran el Señor de Negro y el Señor de Marrón, que se encargan de hacer cumplir las leyes por más rigurosas que sean, a cualquier precio y por más imposibles y horribles que pudieran ser.

¡Qué destino tan macabro se impuso entonces en la vida de Virgilio!