Sobre el borde de un río
emerjo de mi amarga fuente
con los nudos invocados
por fantasmas del tiempo.
Y no se ve más que una ruta pedregosa
bordeada de racimos de la tierra,
arañando la sombra transparente
hasta ahogarse en paredes oscuras.
Las piedras, ¡Las piedras!
que se van, que no vuelven,
que se hunden, que aúllan,
que mugen, que croan libertad
al tormento de las aguas.
Como las siento en mí:
tan iguales a los huesos de mi mente,
tan espejo de mis suspiros nocturnos.
Se humedece mi costado.
Propagan cárceles entrecortadas
la mente racional y la realidad.
Yo me siento raíz resplandeciente,
columna de caballos noctámbulos,
esfera de mil vértices, empinado
hacia las estructuras destruidas
que el metal no ha podido enderezar.
Este es el campo, aquí estoy:
al borde de un río de medianoche
desamarrando de los maderos internos
mil botellas de presagios,
así lleguen al mar, así crezcan al cielo.
Aunque muchos no me crean.