Cómo extraño la dicha de despertarme, qué se yo, a las cuatro o cinco de la mañana, cuando todo empieza a llegar al punto más frío de la noche, del día y la estación, y de repente respirar y sentir tu perfume tan cerca, y darme vuelta y sentir el calor que se derrama de ahí, en medio de la oscuridad, del otro lado de la cama y… tenía que haberte hecho caso; no soporto esta distancia tan vertical.
Por qué siempre así. Por qué siempre yo tan estúpido de no escucharte de verdad y hacer lo que me pedías. Qué me costaba hacerlo… si además, me lo pedías vos y eso era porque te preocupabas y yo te importaba, entonces, nunca me hubiera hecho mal… pero yo… bueno, me dejé ganar por mis pasiones, por las vueltas y la velocidad, por los records, las medallas y las copas… y por eso estoy aquí ahora, extrañando vertiginosamente el hecho
de girar en la cama como en esas horas de la noche y correr, con cuidado, un poco la cortina, para que la luz de la calle o de la luna entrara tan pequeñamente cómplice, y así poder distinguir tu figura de espaldas, dormida ahí, tan cerca…
Realmente no entiendo cómo no pude prever todo esto. Me acuerdo bien que ya estabas cansada de decirme lo mismo todos los días, de decirme eso y cuántas tantas otras cosas más que, como verás, no escuché. Tenés razón al estar enojada; de haberme echado. La verdad, me merezco este castigo de tener que deambular perdido en la niebla de las noches, extrañándote. Merezco esto de tener que estar lejos tuyo y no poder hablarte…
Siempre que te enojabas me prohibías la palabra y eso, la verdad, era tan doloroso…y ahora sabe igual, sólo que mucho peor. Porque esta vez no fue el no traerte las flores, los chocolates, llegar tarde, el dejarte sola, el olvidarme de nuestro aniversario o de tu cumpleaños. No. Esto es mucho peor y me lo advertiste, pero bueno… aquí estoy, recibiendo el castigo, aceptando que merezco esto de no poder dormir nunca más a tu lado, y lo que es mucho peor, de no poder despertarme soñoliento en medio de la noche y luego de abrir sigilosamente la ventana, disponerme a apreciar cada cabello tuyo, mirarlos surgir de tu cabecita y ondularse tibiamente sobre la almohada.
De verdad extraño comenzar a recorrer tu figura dormida del otro lado; lo poco de tu cuello que dejaban ver tus cabellos; la línea perfecta que baja en tus hombros y que algunas veces, ya sea por el sueño o la magia que no dudo que tenía tu cuerpo, se iluminaba con un aura esfumada de color o de sueño… y de verdad me muero en estas horas sin poder hacer aunque sea eso. Aquí la soledad es tan vertical. De igual modo, me voy desvaneciendo
sin poder girar y comenzar a recorrer tu espalda.
Cuánto deseaba ese día llegar a casa y adorarte. Me había dado cuenta de lo mucho que te amaba y no pude esperar ni un segundo más. No sé bien qué fue lo que me despertó aquellos impulsos, lo cierto es que fue necesario porque… si por algo estaba con vos, era porque en algún principio tus ojos, tu figura, tus labios, tu voz, tus consuelos, tus enredos, tu persona me habían enamorado, y yo era el loco fugitivo que se había escapado y olvidado de todo eso… y cuántos besos y abrazos había dejado que se perdieran en la oscuridad… pero algo me golpeó y aquello que en el principio me había hecho llevarte flores y chocolates todos los días adjuntados con besos sin respiro, se despertó de nuevo y no aguanté más… tenía que volver más rápido de lo normal a casa y aunque sea mirarte, pedirte disculpas, ahogarme en tus ojitos de consuelo y volver a tener tus brazos detrás de mi cuello, pero… como siempre, no te hice caso.
Deseaba tanto volver y rehacer esos primeros días que no presté atención y omití todo lo que me habías dicho y pedido hasta ahora. Tenía que llegar rápido para adorarte y… bueno, lo que de a poco se dobla no se endereza rápido, aquí estoy… extrañando dar una vuelta por tu espalda, extrañando deslizar mi mirada por debajo de tu hombro, que a veces quedaba tan suave e imponente fuera de las sábanas. Ese hombro del que yo no resistía más y al que pronto le estiraba una mano callada para sentir, en lo mínimo de mis dedos, la suavidad indómita. Después, correr un poco algo hasta el centro de tu espalda y sentir ese calor vencer el punto más frío de la noche, del día, de la estación y luego de un rato de rondar tu espalda acercarme un poco y dormirme complacido hasta decirte buenos días… pero ahora hace tanto frío, hace tanto frío aquí en esta soledad…
Siento de pronto que lloras, y son las cuatro o las cinco de la mañana. No puedo aguantar más, no puedo sentirte así, que sea por mi culpa, que no te haya escuchado, que no te haya hecho caso. Ya no puedo más, voy a darme vuelta… lo siento, siento mucho que estés así, yo sólo quería llegar lo más rápido pero no te hice caso… la luz de la calle o la luna entra, como siempre,
cómplice sobre tu cuerpo. Hay pañuelos por todos lados que no sé en qué momento lloraste. Tu cuerpo está húmedo de lágrimas y ahí estás dormida, ahí está tu espalda, ahí está tu hombro al que le acerco una mano callada… cómo te extraño… quisiera hablarte y decirte cuánto lo siento o, aunque sea, dar una última vuelta por tu espalda… pero ahora somos tan diferentes; hay una distancia tan vertical.
Intento mover un poco algo que cubre tu espalda pero no puedo… de repente entiendo la diferencia… hemos tomado caminos muy distintos… yo estoy aquí frío y seco desvaneciéndome, recordando que no te hice caso y que la velocidad puede matar, dándome cuenta que el auto en el que estamos está destruido, que tu cuerpo no está húmedo de lágrimas, que estás allá extrañándome, sabiendo que por más que yo despierte, jamás
podré volver a dar una vuelta por tu espalda.