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Lo espera recostada en la cama. Mientras tanto toma su celular y se dispone a releer los mensajes. “Estoy yendo” es lo úlimo. Sube un poco, un poco más, bastante. Lee otro mensaje: “Espero que no le hayas puesto nombres como Chuchuri, Mishula, Aby y Pichi jajajaja”.
Ella se ríe, se queda boca abajo en la cama y mira a los cuatro gatitos que dan vueltas cerca. “No está mal” piensa. Uno de ellos se le acerca.
—Vos vas a ser Mishula.
El tiempo pasa lento. El juego con los gatitos y su ronronear la adormecen. No lo quiere, tampoco lo evita y, sin darse cuenta, entra en un estado soporífero. Los gatitos van y vienen jugando con su pelo que cae por el costado de la cama. En un leve parpadeo mira a uno de ellos, es negro y delgado, los ojos le centellean.
Lo próximo que divisa es la cúspide de un edificio y la caída libre a sus pies. Una ciudad, su ciudad, envuelta en un denso silencio. Como si no pesara nada, como una pluma, se deja caer los veinte pisos hasta el suelo. A lo largo de toda la calle los basureros han sido abiertos, las bolsas, el plástico, los papeles, todo ha sido dispersado en un caos. En diversos rincones de las casas, detrás de los vidrios estallados, de las puertas quebradas, poca gente se divisa toda harapienta, rasguñando la tierra en busca de gusanos o de cualquier cosa que pueda ingerirse.
A continuación divisa una mujer en un restorán diezmado. La llama: Mishula, le dice y, al girarse, la mira fijamente a los ojos. Son refulgentes y felinos sobre un rostro negro y opaco. A sus pies aparecen numerosas personas famélicas arrastrándose. No puede tolerar el sonido de sus estómagos vacíos y sale del lugar.
De nuevo en la calle que ahora es una avenida, las luces parpadean en tonos anaranjados. Al final, cientos de metros adelante se divisa una multitud. Avanza. Las sombras se agitan, el tumulto se incrementa; es una turba enardecida que viene destruyendo todo a su paso. Quiere alejarse retomando sus pasos, pero del otro extremo aparece otra multitud aún más encolerizada. El terror la paraliza en medio de una batalla brutal. No le hacen nada, pero ella puede verles las caras, los rostros enajenados brillando felinos en un resplandor escarlata. El rojo lo tiñe todo en cuestión de segundos, y en cuestión de segundos no queda nadie ni nada.
Por encima de los cuerpos, mariposas rojas flotan y caen continuamente. A lo lejos, en un campo pedregoso un pequeño gato, como el de ella, se lame las patas. Es de un color vainilla, casi bayo dirían algunos. A sus pies se abre la tierra y los muertos se desarman.
Su propio grito la ensordece, la ciega, la altera y borra todo el escenario hasta quedar en una nada oscura y pálida. Camina en ecos hacia ninguna dirección. De pronto otro gato, esta vez blanco se le aparece. Se acerca a él, juega con él y lo mira. En el resplandor de sus ojos felinos puede reconocer una revelación, está a punto de saber todo y en ese mismísimo instante parpadea y se despierta. Uno de los gatitos, justamente el blanco, se le ha subido encima y juega con ella.
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