Sitio Lufso

El viaje hacia Moler

Introducción

El preludio a todos los hechos de sangre, golpes y polvo que me restringirían la garganta con un sabor a óxido y leña y aridez comenzó de la siguiente forma:

Desperté de la siesta y me senté en la cama para ponerme los zapatos. Todo estaba oscuro: las celosías de la ventana se encontraban cerradas y la puerta también. Qué extraño, estoy totalmente seguro que al acostarme no las cerré. Me paré y miré mi reloj: son las cuatro y media; no dormí mucho. Caminé hasta la puerta y la abrí. Al instante tuve que cerrar los ojos porque la luz del otro lado era demasiado fuerte. Cuando por fin mi vista se acostumbró al fulgor, advertí que algo demasiado raro pasaba: más allá de la puerta no se encontraba el pasillo que hay del otro lado de mi habitación, ni siquiera rastros de mi casa; la puerta daba directamente a una especie de galería de madera –bastante vieja y húmeda- con barandas y tres escalones que descendían a la tierra seca y arisca. Había campo mirara donde mirase: pastizales amarillentos, hierba ruda mordiendo la piedra, cielo celeste sin nubes, sol atroz, polvo girando y brisa piadosa. Un camino se abría de izquierda a derecha desde donde yo estaba parado y unas cuantas lagartijas se suicidaban cruzándolo. Esto es demasiado extraño y al mismo tiempo normal.

Avancé hasta el medio del camino y puse mi mano sobre la frente como visera. ¡Carajo que el sol arde aquí! No había nada por ningún lado, más que tierra y polvo pasando de un lado al otro. Regresé bajo techo a observar al resguardo de la sombra. A los minutos me senté y apoyé la espalda contra la pared. Todo es tan raro y sin embargo tan cotidiano como un sueño; pero no lo siento. Minutos después, unos sonidos de pasos se acercaron desde el silencio. No es el sonido de alguien al caminar, suenan demasiado para venir de tan lejos… es un caballo. ¡Se acerca alguien a caballo!

El sol parecía no inclinarse jamás allá arriba. Una silueta oscura se presentó hacia la izquierda y pronto pude ver una galera negra arrastrada por un caballo como la noche recelosa. Me levanté del suelo y bajé los escalones. El cochero venía solo, vestido de frac blanco y tan elegante como si el polvo no le perturbara la imagen. Esperé que se acercara lo suficiente como para saludar y averiguar dónde me encuentro. No puedo dejar pasar la oportunidad, espero no vaya apurado a buscar a alguien.

Ni bien estuvo lo suficientemente cerca como para distinguirle el rostro, pude reconocer en él una imagen tan familiar que hasta tuve la impresión de ir dibujándolo con el pensamiento. También advertí que me miraba fijamente como reconociendo a alguien a quien se busca entre una multitud de nada. Antes de poder decir algo alzó la voz y, mientras detenía al caballo frente a mí, dijo:

—¡Buenas tardes, Señor! Veo que ha despertado de su siesta. Espero no haberme retrasado en lo más mínimo. De ser así, le entrego las más cordiales de las disculpas.

¿Se habrá confundido? Si es así, entonces ¿Cómo sabe que recién despierto de una siesta? Me quedé inmóvil en el mismo lugar, demasiado sorprendido como para poder responder. Mientras lo miraba sujetó las riendas para bajar de la galera e inclinarse frente a mí.

—Si he cometido alguna falta, por favor, le ruego me disculpe —y retomó la postura—. De todos modos creo que he llegado justo cuando lo ha solicitado.

—No entiendo de qué me está hablando —contesté lo más adecuadamente posible.

—Quizá le haya hecho mal el cambio de aire —me respondió con naturalidad, escudriñando mi cara como un médico buscando síntomas—, también es posible que el sol lo haya afectado un poco: en estos lugares sabe usted que el sol hace más que sólo calentar —y dio una mirada reacia al cielo—. Tome su sombrero, lo protegerá de los rayos —sugirió al instante mientras extraía de la galera uno blanco con una banda negra en la base de la copa—. Ahora suba, hay un trecho largo desde aquí hasta la entrada del pueblo como para demorarse bajo esta siesta.

Agarré el sombrero y me lo puse sin dudar. No entiendo nada, pero estoy completamente seguro que no se confunde conmigo y que esta galera es de mi propiedad. Subí con confianza y con total naturalidad me senté detrás. Él retomó su puesto de cochero y azuzó al caballo a andar. En lo que mi habitación se alejaba y se hundía entre los pastos amarillentos noté que varias de mis cosas se encontraban a mi alrededor: mi bolso, varios de mis libros, mi paleta y mis pinceles, sobre todo mi portátil en la que escribo cuando voy de viaje. Me pareció que no quedaba ni un centímetro extraño en todo esto y, como si ya supiese por completo lo que ocurría, pregunté:

—¿Cuánto queda hasta la entrada del pueblo?

—Aproximadamente una hora. Llegaremos al mismo tiempo que el sol. Si permite mi intromisión, ya que llegaremos al atardecer, le aconsejo que se hospede en el Centro Cívico hasta que se ambiente al lugar. Es un pueblo demasiado extraño el que está por descubrir y no sería fiable que anduviera solo en la noche rodeado por esas sombras inhóspitas.

No me agrada nada lo que me dice, pero al parecer yo no tengo noción del lugar al que voy. Eso me da la suerte de poder hacer preguntas sin quedar como un ajeno al asunto; no vaya a desconfiar de mi persona.

—¿Qué más puede decirme del lugar al que voy?

—Nada más de lo que se sabe, Señor. Historias verdaderamente extrañas protagonizadas por personajes volcados al extrañamiento. Pero usted no se preocupe, mientras pase la primera noche bajo resguardo estoy completamente seguro que al día siguiente ya se habrá ambientado al lugar. Eso sí, apréndase bien las tradiciones; las personas de ahí tienen costumbres y creencias bastante exóticas y son demasiado celosos con ellas. De ahí en más, usted haga lo que le solicitaron y podré volver a buscarlo en cuanto haya terminado.

¿De qué costumbres me estará advirtiendo? ¿Qué me habrán pedido que hiciera? Permanecí en una incertidumbre prolongada durante un largo trecho. En eso, sólo me atuve a observar el paisaje caliente que menguaba entre los anaranjados del atardecer llamando a una brisa cada vez más fresca. Después de tanto silencio pregunté:

—¿Podría recordarme cuál fue el encargo por el que voy ahí? —temiendo que el cochero dudara de que yo soy quien él cree que soy.

—Claro, Señor —me respondió con una sospechosa y reiterada naturalidad—. Las autoridades del pueblo lo han solicitado para que fuera e hiciera lo que sabe hacer. Me refiero a que… ellos necesitan de su palabra. Deberá ir y recolectar, según recuerdo, la totalidad de las historias regionales y compilarlas y darles vida en el papel. Hasta ahora usted es el primero y único que se reconoció con la capacidad suficiente de enfrentar tal cometido. Espero no le sea una tarea harto ardua ni desgastante, puesto que se dice que el lugar no goza de un pasado venturoso. Su presente tampoco es afortunado y me atrevo a inferir que su futuro mucho menos. Pero usted no debe preocuparse, nadie le va a hacer nada en cuanto sepan a qué vino.

Con esas acotaciones estoy más incómodo dentro de una incertidumbre penosa. Pero ya no puedo bajar ni volver atrás, el día va caducando y al parecer ya estamos llegando a destino. Busqué una campera —que sorprendentemente encontré— y me la puse. Pasé el resto del tiempo observando el atardecer entre los campos de trigo, o algo por el estilo, que cubren la total visión hasta el horizonte sobre una y otra colina.

Al tiempo de estar inmerso en el cálido declive anaranjado doblamos por un recodo del camino entre dos lomas. De repente los pastos desaparecieron y dieron lugar a una amplia y honda llanura que se extiende muy por debajo conteniendo en su centro a un pueblo desgastado rodeado por una severa empalizada.

Pude ver casas hechas de madera, caballos enlazados a los postes, mujeres de largos vestidos y hombres de traje que rondaban por las calles de tierra que se perdían. Un campanario se levantaba demasiado hosco a la derecha. A la izquierda, la silueta de un par de molinos de viento desvencijados y el esqueleto de sus aspas tocando el sol.

La galera bajó por la pendiente, llegó hasta el portón principal del perímetro y dos grandes puertas de madera desgarrada se abrieron. El cochero no avanzó más. Descendí asombrado y al momento tuve mi bolso y mis cosas de trabajo a mis pies. Cuando por fin pude reaccionar me di con la voz del cochero que me decía:

—Ya estamos aquí, Señor. Yo volveré a buscarlo cuando haya terminado su trabajo, de lo contrario no podré ni acercarme.

Subió de nuevo a la galera y, dando una mirada recelosa al pueblo mientras agitaba las riendas, se fue velozmente con una frase que marcó mi espíritu:

—¡Bienvenido a Moler, Señor, pueblo donde todo es reducido a polvo!
Y así lo vi alejarse entre la polvareda de la galera.

Regresé a mí y levanté mis pertenencias. Qué cosas me estaban aguardando ahí dentro, no lo sabía. Lo único que supe es que respiraba desde entonces aire de golpes, polvo y sangre.